En diciembre del año pasado (2017), cuando Diego y yo nos encontramos para tomar un café en Poble Sec, no sabíamos que esto iba a ocurrir. Esa tarde, después de contarnos historias sobre nuestras vidas cruzadas entre Colombia y Barcelona, nos preguntamos si nuestra decisión de salir del país había sido voluntaria, o más bien motivada por una fuerza que nos había expulsado y que no supimos ver.
Y entonces pensamos en tantas personas que cada día dejan sus hogares obligadas por circunstancias que no pueden eludir. Imaginamos la angustia que siente el perseguido, el choque eléctrico del miedo, la incertidumbre del viaje, los fantasmas en las carreteras, la impotencia frente a los muros (o las comisarías) y la soledad que se siente al llegar a un lugar en el que nadie te espera.
Y entonces pensamos en tantas personas que cada día dejan sus hogares obligadas por circunstancias que no pueden eludir.
En los días que siguieron, las palabras de ese encuentro resonaban insistentes. Puestos a investigar supimos que el año pasado, cerca de la mitad de las personas refugiadas atendidas por los servicios municipales de Barcelona provenían de países de América Latina, principalmente de Venezuela, Colombia, El Salvador y Honduras. Que aunque la violencia que viven miles de ciudadanas y ciudadanos de esa región es motivo de protección internacional, la respuesta del gobierno español es la denegación sistemática o la prolongación sine die de la instrucción de los expedientes de asilo. Que el mayor obstáculo para las personas latinoamericanas, solicitantes de protección internacional, es la dificultad para presentar “evidencias reales” que demuestren que se han visto obligadas a abandonar sus hogares por los motivos que alegan, en general, a causa de amenazas, extorsiones, reclutamientos forzados, violencia sexual y de género, y persecuciones por razones políticas e ideológicas.
A este hecho se suma que en España las solicitudes no se analizan caso por caso, como establece la normativa, sino que se emplea una suerte de “criterio común por nacionalidad”, lo que provoca que países que no tienen conflictos armados declarados (o mediatizados) no sean considerados como beneficiarios de estos programas.
Claro, pero todos estos datos nos impedían ver la humanidad de quienes hay detrás, así que pensamos que era necesario abrir un espacio en el que personas migrantes y refugiadas de América Latina nos reuniéramos a investigar, escribir y compartir historias de vida alrededor del exilio, que por medio de diversos ejercicios de creación y exploración literaria, tratáramos de encontrar una voz común, dar forma a nuestras memorias y descubrir relatos y testimonios que quisiéramos contar.
Así nació En Palabras [relatos migrantes], una invitación a escribir para reconocernos, a escribir para compartir, a escribir para recordar, a escribir para construir memoria, a escribir para entender, a escribir para proyectarnos, a escribir para alzar nuestra voz, a escribir para empoderarnos. En definitiva, una llamada a escribir para existir, permanecer y resistir.
Gigi Ríos // Diego Salazar